Hacia 1919, Zapata se había replegado. Vivía a salto de mata en el Estado de Morelos, perseguido, sin pertrechos y sin parque. Desesperado, intentó acercarse a algunos oficiales federales. Entre Pablo González y Jesús Guajardo hubo muchas desavenencias. Estos rumores llegaron al campamento de los zapatistas. Zapata siempre tuvo miedo a ser traicionado, pero tenía que confiar en alguien. Le escribió entonces una carta a Guajardo, donde lo invitaba a unirse a sus fuerzas y luchar juntos. Pero la carta fue interceptada por Pablo González. Guajardo, decidido a demostrarle su lealtad, se puso de acuerdo con González para tenderle una trampa a Zapata.
El general Pablo González
Le contestó afirmativamente, poniéndose a sus órdenes y enviándole como obsequio unas pistolas con cachas de oro. Zapata, sin embargo, desconfiaba. Como prueba de lealtad, le pidió que fusilara a varios militares de menor rango, los cuáles formaban parte del batallón a las órdenes de Guajardo. Esos militares habían cometido saqueos, violaciones y asesinatos contra los zapatistas en el transcurso de la Revolución. Sobre todo destacaba uno: Victoriano Bárcenas. Guajardo no lo dudó: durante día y noche, se dedicó a fusilar a docenas de sus propios soldados para ganarse la confianza de Zapata. En una carta que le escribió a Pablo González, Guajardo afirmaba:
“Esta operación nos ha costado muy cara. Ya he fusilado a cincuenta y nueve de mis hombres para ganarme la confianza de Zapata. Espero que se la trague”.
Zapata aceptó entonces entrevistarse con Guajardo. En ese encuentro, Guajardo le regaló un caballo alazán, llamado “El As de Oros”. Mientras bebían tequila, Guajardo le pidió que pusiera una fecha para que él se incorporara, con sus hombres, a las fuerzas zapatistas. Como Zapata se mostraba aún receloso, Guajardo le dijo que además quería darle todo el parque del que disponía: doce mil cartuchos, que las fuerzas zapatistas necesitaban desesperadamente. Lo llamaba “mi General”, intentando así ganarse más fácilmente su confianza. Guajardo propuso que se vieran en la Hacienda de Chinameca. Zapata no estaba muy convencido: ocho años antes, las fuerzas de Porfirio Díaz le habían tendido una celada en ese mismo lugar y había escapado de milagro. “A Chinameca le tengo ojeriza”, afirmó. Pero su necesidad era grande y terminó por aceptar.
La Hacienda de Chinameca
La mañana del 10 de abril de 1919, Zapata llegó con sus fuerzas y se dedicó a rondar la hacienda. No se animaba a entrar: algo no le gustaba. Envió a su lugarteniente, Feliciano Palacios, quien dedicó un buen rato a conferenciar con Guajardo en el interior de la hacienda. Guajardo le envió mensajes en repetidas ocasiones a Zapata, invitándolo a comer. Finalmente, hacia las 13:30 horas, decidió entrar, aunque algunos de sus hombres le pidieron que no lo hiciera. A las 14:10 horas, acompañado solamente del mayor Reyes Avilés y de diez de sus hombres, montó su caballo y se dirigió a la puerta de la hacienda, en una de cuyas piezas seguía Feliciano Palacios. Al aproximarse Zapata a la hacienda, una banda de guerra formada en ambos lados tocó llamada de honor: un clarín sonó tres veces. Como los soldados presentaban armas al pasar Zapata, el primero en disparar fue el centinela y a continuación siguieron las descargas que otros hicieron en su contra.
El asesinato de Zapata (ilustración de José Guadalupe Posada)
Zapata quiso sacar la pistola en los últimos momentos que le quedaban de vida y, tratando de dar media vuelta, el caballo arrojó su cuerpo al suelo. Aún intentó, bañado en sangre, tomar su pistola, pero un soldado lo remató estando Zapata boca abajo. Murió como vivió: abrazado a la tierra. A su lado quedó su fiel asistente Agustín Cortés, y dentro de las habitaciones de la hacienda quedó Feliciano Palacios, asesinado en el momento en que caía Zapata. Las descargas de fusilería se convirtieron en mortífero fuego general contra los zapatistas, desde los puestos en que los federales se encontraban apostados. Bajo el cerrado fuego de fusilería, ametralladoras y bombas que simultáneamente estallaban, las despavoridas fuerzas zapatistas huían sin saber lo que había pasado y tratando de ponerse a salvo del furioso ataque del que eran víctimas. Una vez fuera del alcance de los proyectiles, comenzaron a reunirse para conocer las causas del ataque. Los mismos que iban atrás de Zapata informaron la funesta noticia de la muerte de su jefe. El parte oficial de Guajardo dijo que quedaron muertos Emiliano Zapata, Zeferino Ortega y otros generales zapatistas,
“habiendo causado bajas, entre muertos y heridos, como treinta hombres, que no fue posible identificar”. Guajardo aseguró que él personalmente hizo fuego en contra de Palacios, Bastida y Castrejón, a los que mató en el acto. Posteriormente, se comprobó que ni Zeferino Ortega ni Gil Muñoz fueron sacrificados en aquella ocasión. Guajardo también dijo que Zapata había “muerto en combate” y esa versión se manejó en los periódicos de la época. Se procedió a levantar los cadáveres y se dispuso que se persiguiera al enemigo por todos los rumbos hasta dispersarlo completamente, causando gran número de bajas entre los zapatistas.
Con el objeto de conducir el cadáver de Zapata, se tocó botasilla y media hora más tarde, a las 16:00 horas, Guajardo salió de la Hacienda de Chinameca con la fuerza a su mando, rumbo a Cuautla, donde llegó a las 21:10 horas, haciendo entrega del cadáver al general Pablo González. El cuerpo de Zapata lo llevaban amarrado al lomo de una mula y cuando llegaron a las puertas de Cuautla, adelantándose Guajardo a donde estaba Pablo González, le informó: “Mi general, sus órdenes han sido cumplidas”.
El cadáver de Emiliano Zapata expuesto en Cuautla
Los despojos de Emiliano Zapata fueron llevados a los bajos de la Presidencia Municipal de Cuautla. Para identificar el cadáver, se hizo traer a Eusebio Jáuregui, que había sido jefe del Estado Mayor de Zapata, quien declaró ante el notario Ruiz Sandoval que, efectivamente, se trataba del “Atila del Sur”, como lo llamaban los periódicos de la Ciudad de México. Se le practicó la autopsia y se comprobó que solamente había ingerido líquidos. El cuerpo presentaba siete perforaciones correspondientes a siete tiros que le causaron la muerte. El cadáver no presentaba ninguna herida en el rostro. Al cuerpo le fue cambiada la ropa: se le quitó el traje de charro que llevaba y se le puso ropa limpia. El cadáver de Emiliano Zapata fue expuesto al público, colocándosele sobre una caja en la inspección de policía: allí empezaron a acudir centenares de curiosos y vecinos del lugar. Para evitar la descomposición del cadáver se ordenó que un médico apellidado Loera y varios practicantes lo inyectaran, realizado lo cual se ordenó que fuera puesto en exhibición. Todos los curiosos que acudieron a ver el cadáver de Zapata, lo primero que le buscaban era un lunar que tenía arriba de un ojo.
De inmediato, los rumores comenzaron: mucha gente dijo que el cuerpo no era el de Zapata, pues la faltaba una verruga en la cara; otros dijeron que tampoco tenía una marca en un dedo de la mano. Unos más afirmaban que el muerto era Jesús Delgado, compadre de Zapata, a quien este habría enviado en su lugar previendo la traición. Las leyendas llevaron a Zapata hasta el Lejano Oriente, donde un compadre árabe le habría ofrecido protección; según esa leyenda, Zapata se había embarcado en Acapulco para huir a Arabia. Otros más aseguraban que en las noches de luna, se le podía ver cabalgando cerca de Anenecuilco, el sitio de su nacimiento. También allí ubicaban, décadas después, a un anciano encerrado en una casa, que aseguraban era Zapata. Un corrido escrito en esos días da una idea de esta situación:
“Su cuerpo al fin sepultaron llenos de júbilo y gozo
y muchos, muchos lloraron por sus culpas y reposo.
Pero su alma persevera en su ideal libertador
y su horrible calavera anda en penas, ¡oh terror!
Por las orillas de Cuautla flota una horrible bandera,
que empuña la calavera del aguerrido Zapata.
Tal constancia a todos pasma; de la noche en las negruras,
se ve vagar su fantasma por los montes y llanuras.
Se oyen sonar sus espuelas, sus horribles maldiciones
y, rechinando las muelas, cree llevar grandes legiones.
Extiende la yerta mano y su vista se dilata...
¡Recorre el campo suriano el espectro de Zapata!”
Calavera de Zapata (ilustración de José Guadalupe Posada)
Los titulares de la época sobre la muerte de Zapata
Se afirmó que Zapata seria sepultado el lunes siguiente en Tlaltizapán, en un mausoleo construido por el propio Zapata para que guardara los restos de los firmantes del Plan de Ayala, mediante el cual Zapata había exigido "Tierra y Libertad". El mausoleo era una sencilla tumba con numerosas gavetas, en las cuales podía verse el nombre de cada uno de los firmantes; allí reposaban ya los restos de Otilio Montaño, Eufemio Zapata y algunos otros zapatistas.
El funeral de “El Caudillo del Sur”
Se aseguró que en ese lugar debían quedar los restos de Emiliano Zapata. También que con la muerte de Emiliano Zapata quedaba desaparecido el zapatismo, y que muy pronto se restablecería la paz, pues ya quedaban muy pocas gavillas con las armas en la mano.
Las tumbas de Zapata, desde 1919 hasta la actualidad
Pero, contrario a lo que se esperaba, al paso del tiempo su figura fue retomada por pintores y escritores, su historia idealizada e integrada al panteón de la Revolución Mexicana, y su nombre utilizado para bautizar cualquier organización campesina. Zapata fue el autor de la famosa frase “Prefiero morir de pie que vivir de rodillas”. Dolores Ibárruri "La Pasionaria" la popularizó, al lado de varias frases de Esquilo, en sus discursos durante la guerra civil española.
Tras el asesinato, Venustiano Carranza le concedió al traidor Jesús Guajardo el grado de General. Pero esa no sería la última vez que Guajardo demostraría su verdadera naturaleza. Cuando el invicto general Álvaro Obregón, seguido por la mayoría de los generales y de muchos gobernadores, dio un cuartelazo y proclamó el Plan de Agua Prieta, Venustiano Carranza tuvo que huir. A medida que Carranza huía hacia Veracruz, acompañado de su Estado Mayor, el tren en que se trasladaba era asediado por las tropas leales a Obregón.
Venustiano Carranza
Y fue precisamente Jesús Guajardo, a quien Carranza había ascendido a General por traicionar a Zapata, quien ahora traicionaría a Carranza, lanzando una “máquina loca” (una locomotora sin gente, cargada de explosivos, que se estrelló contra uno de los trenes presidenciales y destruyó las vías férreas. Gracias a ello, Carranza tuvo que abandonar el convoy, huir a pie a través de la sierra de Puebla y llegar al poblado de Tlaxcalantongo, para finalmente ser asesinado también a traición a manos de Rodolfo Herrero. El corrido que se le escribió a Guajardo da cuenta de esta situación:
“Más hasta en eso se ve que su conciencia era poca,
pues él fue quien puso en pie lo de la máquina loca…”
El general Jesús Guajardo, tras Chinameca y Tlaxcalantongo
El último capítulo en la historia de traiciones de Jesús Guajardo ocurrió apenas dos meses después, el 2 de julio de 1920: se rebeló en la región de La Laguna contra el nuevo presidente interino, Adolfo de la Huerta.
Adolfo de la Huerta, Presidente Interino de México tras el asesinato de Carranza
Ante esta acción, el presidente De la Huerta, quien había instaurado una política de reconciliación, decidió mostrar su mano dura: Jesús Guajardo fue aprehendido poco después en Monterrey y sometido a un Consejo de Guerra. El hombre que traicionó y asesinó a Zapata, y que además contribuyó a la muerte de Carranza, no tuvo éxito en su tercera traición.
Representación de Guajardo en la película Zapata
Hallado culpable, Jesús Guajardo fue fusilado en Monterrey, Nuevo León. Su nombre, desde entonces, se convirtió en sinónimo de traición. El corrido de Guajardo sentencia:
“Dura es la Ley, pero es Ley que no perdona al osado;
y el caso de Monterrey está bien patentizado.
Guajardo bajó a la tumba y con él irá González;
¡Que así la maldad sucumba! ¡Que así acaben los desleales!”
Bibliografía:
Filmografía: